Laureano Eleuterio Gómez Castro y Alberto Lleras Camargo en Benidorm el 24 de julio de 1956

 

 

Literatura y Frente Nacional

 

Quienes tuvimos diez años cuando Alberto Lleras Camargo llegó al gobierno en 1958, habíamos vivido una de las experiencias definitivas de nuestra existencia. Religión y violencia tallaron nuestro cuerpo y habíamos sido sujetos de la más constreñida defenestración de nuestras almas a través de la escuela primaria. La historia, la belleza, la música en manos de aquellos bárbaros cuya educación había sido, en su mayoría, sus militancias en el ejército y la policía, nos era entregada como un bagazo al cual debíamos extraer sus últimos caldos, luego de haber pasado por los herrumbrados brazos y las cabezas rapadas de sargentos y cabos que ahora oficiaban de dómines gracias a los servicios prestados a los gobiernos conservadores y la dictadura.

 

Muchos de mis maestros tenían apodos como Alma Negra, Bala perdida, Cara de Cacha, Capitán Venganza, y se comportaban con los párvulos como si estuvieran frente a un pelotón de reclutas. El terror que más conservo en el cuerpo es del primer día de escuela secundaria, cuando mi padre decidió alistarme en una escuela pública, luego de haber cursado la primaria en brazos de unas adorables maestras que olían a naranjos. Esa mañana conocí el polvo, los pies desnudos y los calzones rotos de una clase que pasaba a mi lado sin que yo la notara. Los hijos de los campesinos y los pobres empleados me miraban sin rencor ni estupor, pero debían preguntarse qué hacía allí ese niño bien, con sus botines bien ilustrados, su pantalón de limpio algodón y ese corte de pelo estilo americano que mi madre insistía en hacerme. Todo da la sensación de estar lleno de polvo y sudor. Y sobre eso, flota aún esa gorra blanca y negra que tenían que usar los pupilos durante las formaciones de la mañana.

 

Ningún período de nuestra historia ha sido más funesto para la juventud que aquel que se inició con la caída del Partido Liberal y tuvo como desenlace el cuarto de siglo que conocemos como Frente Nacional. Si los esfuerzos de la reacción estuvieron encaminados a reintegrar la educación a la iglesia y amaestrarnos en los textos franquistas, los intérpretes que tendría esa doctrina en todo el país fueron por primera vez los más ignorantes, pues su formación no era otra que una caricatura de la escuela prusiana. Aquí si cabe decir que quien se educó lo hizo de milagro. Los gobiernos conservadores y del Frente Nacional se dedicaron sistemáticamente a borrar la historia de las conciencias juveniles, pretendiendo hacer desaparecer las causas que según ellos habían generado una violencia que se disponía a quitarles el poder.

 

Poco fue lo que aprendí en mis primeros años, en provincia, acicateado constantemente por unos cabos segundos que enseñaban inglés con el mismo grito que pedían una formación marcial. Quizás valga recordar ese maestro que tenía unos largos dientes, vestía de azul Prusia y consideraba los estudiantes una recua de mulas a quienes había que amaestrar a punta de castigos, inglés y algebra. El mundo se nos venía encima cada mañana cuando teníamos que contemplar a ese hijo de puta violentando nuestras conciencias. A este bellaco debo haberme refugiado en las bibliotecas para tratar de encontrar otro mundo, interior, que me hiciera fuerte ante tantas miserias como prodigaba la realidad. En esas bibliotecas de provincia leí todo lo que pude, y fue allí donde realmente me eduqué. Nada debo a mis maestros, nada en absoluto, y sí todo a los libros viejos de las bibliotecas escolares.

 

¿Cómo podemos creer hoy que el estado colombiano estaba interesado en educar la juventud? La única que desde siempre se ha interesado en educar sus críos es la clase alta, los dueños del poder, que saben para qué sirve la educación.

 

Nosotros, los hijos de una mísera clase media, solo recibíamos a diario los latigazos de unos periódicos apabullados y el lluvioso sonsonete de unas radionovelas que nos transportaban a los países más extraños de la tierra o a los interiores de unas casas donde reinaba la maldad, en las voces de unas mujeres horrendas que asustaban a toda la nación a la una y media de la tarde de lunes a viernes. O teníamos que asombrarnos ante las maravillas de una televisión donde un hombre llamado Allan Duges nos enviaba a la cama con las piernas tiritantes merced a una enorme carcajada de ultratumba que comenzaba a las nueve y media de la noche y solo terminaba con la llegada del otro día.

 

Solo en la capital, algunos inquietos podían leer una revista de unos intelectuales que habían vivido en París y Madrid y que sabían que otras cosas eran posibles a pesar de la pobreza. En esa revista de escaso tiraje, cuya vida estuvo contada por los días de la dictadura, la juventud rebelde se enteraba de las aspiraciones y posibilidades de los mejores hombres de Europa y América, y por primera vez leyeron a Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, Octavio Paz o Gabriel García Márquez. Esos quinientos ejemplares que circulaban cada dos meses son hoy el único símbolo de que nuestro país tenía una presencia continental de lado de la cultura, y que por lo menos esa llama oteaba los senderos oscurecidos por el terror.

 

Los periódicos, una vez superada la crisis de la dictadura y certificado la defunción de Mito, creyeron oportuno vender a sus lectores la vieja idea de que la única dictadura mala es militar, mas nunca la que ejerce el burgués sobre el resto de las clases y la comunidad. Por tanto, sin haber superado las miserias y las rutinas criminales, mientras las bombas  del ministro de gobierno de Guillermo León Valencia, Doctor Pedro Gómez Valderrama, caían sobre los campos de Marquetalia, Guayabero y Riochiquito, la prensa dominical lanzó sus fuegos al aire para presentar al pueblo unos irreverentes recién expulsados de los seminarios conciliares que permitía demostrar que en nuestro país existían los rebeldes sin causa. Colombia también se merecía sus Rebel without a cause, y si no hubo James Dean, Natalie Wood o Sal Mineo, buenos eran Gonzalo Arango, José Mario Arbeláez o Virginia Vallejo.

 

Magazín Dominical, de El Espectador, Bogotá, 25 de septiembre de 1983.

 

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