Las Memorias de Bernie Aronson

 

Bernard William Aronson murió en Manizales el 29 de junio de 2018, treinta siete días antes que el presidente Juan Manuel Santos entregara el poder a Iván Duque Marquez, un abogado de cincuenta ocho años que le derrotó en su tercer intento por llegar al solio de Bolívar, esta vez con el apoyo de la aparentemente desmovilizada guerrilla de las FARC, a quien Santos había concedido en 20l6 trece curules parlamentarias gratuitas con las cuales esperaba ser reelegido. Duque Marquez le venció con más del setenta y ocho por ciento de los votos recaudados, que ascendieron al 80% del electorado. Aronson, que acababa de cumplir setenta y dos años en mayo, había estado departiendo, la noche anterior a su agonía, con un perpetuo componente de la paz colombiana, inquebrantable estudiante de la Universidad Nacional con sede en ese municipio del Eje Cafetero, colosal consumidor, con su carota de niño huérfano, de chicharrones y frijoles con garra llamado Jorge Hernán Arbeláez, que había logrado que luego de una conferencia Aronson le invitara a un restaurante chino, donde tras ingerir un abundantísimo Chow Mein [炒面] local, falleció fulminante, el antiguo secretario asistente de estado para las relaciones interamericanas de los presidente Bush y Clinton.

El cuerpo del difunto Bernie, como para entonces le llamaba Arbeláez, fue embalado en un cofre de aluminio de manera inmediata y enviado a Washington, donde fue sepultando en presencia del presidente Trump. Lo que nadie supo, fue que Aronson había visitado Manizales no solo para dar una conferencia sobre su participación en el ya concluido proceso de paz colombiano, sino para hacer una rigurosa visita a las instalaciones de una de sus más rentables empresas, la recolectora de residuos sólidos Same, subsidiaria de Accon Investments “Drawing on experience, seeking solutions”, luego que el Colmado Higiénico La Gema había colapsado arrojando nueve mil metros cúbicos de roña sobre El Cable, la zona rosa de la capital del departamento de Caldas, formando una nube insoportable de moscas y fétidos olores en las mansiones residenciales de la clase alta, gentes descendientes de emigrantes españoles, aficionados a la tauromaquia, los muchachos y los pasodobles.

Meses después del fallecimiento de Bernie, Arbeláez descubrió, en una de sus trece mochilas wayuu, la libreta de apuntes que Aronson llevaba la noche de su tránsito y que dejó sobre la mesa del cenadero chino y olvidó donar al cónsul americano que recibió su cuerpo. Era un cuadernito de unas quinientas páginas, hecho en China, con tapas negras y hojas amarillas de rayas horizontales con una banda elástica, como los que había usado Bruce Charles Chatwin para transcribir sus recuerdos de viaje, donde Bernie apuntó numerosos incidentes, reflexiones y noticias sobre el lance de Juan Manuel Santos y su hermano Enrique para persuadir a los fanáticos farianos de ingresar a la sociedad bogotana y terminar sus vidas, al menos por unos años, aceptando los beneficios sociales y políticos que les haría inmortales.

Todo el contenido de la libreta [The peace of the atrocious redeemer] ha sido publicado en Londres por Pingüe Books, con un prólogo del sofista pensilvano Rolando Arango, autor de una enciclopedia de los usos del alcohol de caña en América Latina, quien narra, allí mismo, las enormes vicisitudes por las que cruzó el libro de memorias de Aronson antes de ser llevado a la imprenta, justamente en un municipio donde había nacido el opositor de Juan Manuel Santos, donde fue a parar en la mochila de Arbeláez, que terminó en las fauces de una jauría de perros caminantes, de nombres de emperadores romanos. Refiere Arango que la moleskine de Bernie fue rescatada por él mismo de la boca de Vitelio, un viejo labrador negro que había logrado arrebatarla al pastor alemán Cómodo que en compañía de su amigo, el dogo Saotero, estaban burlándose del terranova Trajano. Los canes pertenecían a un juez ilustrado que les protegía y había ordenado a los tenderos del pueblo cebarlos con formidables fragmentos de salchichón cervecero cada vez que velaban a las puertas de los establecimientos, aunque dicen algunos, que el juez era burlado por los habitantes de calle que pedían las raciones y las cargaban a nombre de los brutos.

Más allá de estos detalles circunstanciales y hasta divertidos, en el prólogo, Arango destaca el momento que quizás sea el más importante de estas memorias de Aronson, cuando en más de cincuenta de sus páginas describe y elogia los mecanismos que idearon y usaron los hermanos Santos y algunas de las mujeres de la cúpula fariana con la ayuda del abogado comunista Santiago de España, para camelar la sociedad colombiana al tiempo que camelaban a los propios guerrilleros convencidos que iban a cambiar el rumbo de Colombia sin contar con que el tiempo histórico se les había agotado con la muerte de Fidel y Raul Castro, la prematura inoculación de un cáncer en un hospital habanero a Hugo Chaves con el auxilio de espías chinos al servicio de los nuevos ricos de ese país y el fracaso de las políticas de Obama respecto de Venezuela con el éxito de Trump. Aronson anota que los mecanismos de relojería habrían sido construidos entre Enrique Santos y Enrique Santiago, luego de convencer a Alexandra Nariño y Victoria Sandino que si bien las FARC deberían admitir tácitamente su derrota militar, con la firma de la paz Santista, como quedó diseñada, pasarían a la historia creando por primera vez en doscientos años la posibilidad de que un inmenso movimiento de izquierdas, financiado con el dinero del narcotráfico y la destrucción de los competidores en el mercado internacional con la liquidación física de sus oponentes tanto a la derecha como a la izquierda, les catapultaría hacia el poder. Pero, repite, Aronson, no contaban con que el tiempo se agotaba.

Se trataba, devela Aronson, de entregar al fuego del destino tanto a los cabecillas vivos de las FARC, como también a sus enemigos principales en el ejército, el parlamento, las cortes de justicia, los terratenientes, salvando solo a los grandes capitalistas, poseedores del dinero y las finanzas y por lo tanto no ligados a la tierra, causal de todos los conflictos según los dos Enriques.

Leído hoy el libro de Aronson, deslumbra su lucidez, al tiempo que asombra su torpeza al creer que todo podía ser manipulado en el país suramericano solo con el movimiento de grandes capitales y la instauración de la corrupción como generadora de opinión.

En otro de los apartes sustanciales de sus memorias Aronson detalla los movimientos militares y criminales tanto de Juan Manuel como de Enrique en connivencia con Ivan Marquez y Pablo Catatumbo, los más feroces enemigos que tuviera al interior de las FARC, Alfonso Cano, a quien “they delivered like a mangy dog to the army commanded by Santos”, por considerarlo, los unos como los otros, el obstáculo principal para sus propósitos. Cano representaba la vieja idea de la lucha comunista mientras a estos les interesaba la toma del poder para su camarilla y el disfrute de sus enormes capitales como lo habían soñado Pablo Escobar, los hermanos Rodríguez Orejuela y disfrutado el comandante Hugo Chávez. Dice Aronson, o mejor lo sugiere, que Cano fue negociado con el modelo con el cual liberaron a Ingrid Betancur, mediante enormes sobornos multimillonarios en dólares y euros, de los cuales están disfrutando ahora los victimarios. Comparando su muerte con la de Carlos Castaño, que se oponía, como Cano, al uso del dinero del narcotráfico para el mantenimiento de la guerra. Y en una de las tantas notas al pie de página, indica que el interés de Enrique Santos y Enrique Santiago en lograr la paz de Colombia tenía que ver también con el día a día de sus vidas, “they have the habit of dining at expensive restaurants and drinking champagne” pues sus gastos son enormes y la liquidez de sus arcas ninguna, y que durante los cinco años que duró el sainete de la negociación en La Habana, fueron Catatumbo, Pacho Chino y El Paisa quienes contribuyeron con metálico, que tenían en la cordillera occidental en caletas refrigeradas con un sistema de energía solar traído de Noruega por Sergio Jaramillo. En otra nota, casi al final del libro, dice que Enrique Santos Calderon recibió en los años de la venta de El Tiempo unos veinticinco mil millones de pesos, que había comprado un piso en Cartagena por unos dos mil millones, y que el resto lo había dilapidado en dos décadas.

Sería prolijo hacer una paráfrasis del texto de estas interesantes memorias. Baste decir que no deja de causar admiración todo el galimatías que inventaron en La Habana para hacer creer a los colombianos que las bandas de narcos iban a decretar la paz, pero más asombra cómo lograron los hermanos Santos, el abogado Santiago y las amantes de los jefes farianos, engañarles y llevarles al final de sus días. Hoy sabemos que Santos, siguiendo los métodos de la circuncidada Mossad le'Aliyah bet, [המוסד לעלייה ב] sucesivamente traicionó a Uribe, a los jefes narco guerrilleros y a Santiago y su hermano Enrique, que durante el proceso de paz perdió toda la dentadura atacada por las bacterias de la gingivitis. Si no hubiesen huido de Colombia y pedido asilo en Siria la mayoría de los cabecillas farianos hoy estarían muertos como murieron Catatumbo y Marquez de la manera más inimaginable posible. A don Jorge Torres Victoria lo ultimó una señora ciega, en una silla de ruedas, con una aguja de coser costales a quien él había secuestrado su anciano marido de ochenta seis años y mantenido en un zulo, a cinco metros bajo tierra, durante dos años y luego, a cambio de siete mil millones de pesos aceptó entregarle sus manos y su cadera ya hechas huesos. A don Luciano Marín Arango lo tiró por una alcantarilla en Bogotá una ex partisana que él había golpeado, con un dildo de la Isla de Pinos, en Caracas en presencia de la comandante Teodora. Nadie sabe dónde está Enrique Santos Calderon, las autoridades lo siguen buscando en las ollas de Cartagena de Indias, en el Bronx y hasta en el antiguo Cartucho, pero un babalao, un Orisha que opera a través del sistema adivinatorio de Ifá, sostiene que le ven de noche en un bar de la séptima con setenta cuyo pagano nombre se ha borrado de la pared y ahora se titula La Social Bacanería.

 

 

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